Todas las expresiones de sentimientos exacerbados que despierta la tardía muerte del dictador no agregan ni quitan nada al juicio histórico categórico de condena al gobierno que encabezó y a su persona. Así lo demuestran las públicas lamentaciones por que la muerte ha alcanzado antes a Pinochet que la justicia. Desde el Ministro del Interior francés (conservador) Nicolas Sarkozy hasta Koffi Annan desde el Canciller Straw que lo dejó libre por razones humanitarias hasta el portavoz de la administración Bush. El mundo es unánime en condenar a Pinochet y su sangriento régimen. Pinochet sin duda seguirá siendo el paradigma del dictador inmisericorde que persigue a sus opositores políticos hasta ejecutarlos, hacerlos desaparecer, torturarlos y exiliarlos. Por el sólo hecho de pensar distinto.
Nada puede justificar su política sistemática de violaciones a los derechos humanos. Ni la falta de información, ni la desidia administrativa, ni el escenario de la guerra fría. Menos aun la modernización que pudo haberse implementado en ciertos ámbitos de la administración pública o la economía. Nada puede justificar jamás que individuos como agentes estatales, ni aun en el marco de restricción de libertades puedan violentar los derechos fundamentales de las personas impunemente. Por eso Pinochet como tantos otros tuvo que inventarse un enemigo interno para legitimarse primero antes sus camardas golpistas y luego a través del temor ante la sociedad chilena. Así orquestó la Caravana de la Muerte y la Operación Cóndor. A lo menos permitió sino ordenó que Contreras y sus secuaces atentaran contra su antecesor al mando del Ejército el Gral. Carlos Prats y su esposa Sofía Cuthbert en septiembre de 1974 en Buenos Aires. Luego contra Orlando Letelier en Washington DC y Bernardo Leighton en Roma. Todos personajes peligrosos para el régimen pues eran figuras de gran estatura moral y política que podían desestabilizar su régimen.
Pero Pinochet no sólo provocó un grave perjuicio moral a nuestro país sino que además sus políticas de exclusión social, de desmantelamiento del sistema de protección social, de privatizaciones truchas, de desprestigio permanente de las instituciones democráticas, etc. Todas estas heridas siguen abiertas y ha costado un gran esfuerzo para los gobiernos democráticos intentar responder a los dramas provocados por esas decisiones cuando Pinochet y la Junta tenían el poder total. La Constitución de 1980 de la cual tan orgulloso se sentía tuvo que ser reformada en 1989 para adquirir carácteres mínimos de democrática. Recién el año pasado se realizaron las últimas reformas necesarias para blanquearla del sesgo autoritario-militarista. Así que mal puede hablarse del legado del dictador. Ni siquiera tuvo la altura moral suficiente como para asumir de cara al país la responsabilidad por los dramas vividos portantos miles de chilenos víctimas de sus agentes. Abandonó a sus subordinados a su suerte en los tribunales. Se burló hasta el final del dolor de los familiares de las víctimas. Pero es precisamente esa mezquindad de alma que evidenciaba la que lo condena ante la historia. No por nada se lo condena desde Beijing hasta París y de Buenos Aires a Washington DC. Nadie es capaz de defender su imagen ante el mundo civilizado. Hoy sólo en Chile unos cuantos miles de seguidores pueden seguir vitoreando su nombre en la Escuela Militar como si fueran capaces -al igual que su nieto oficial de Ejército- de retrotraer la historia y mixtificar diciendo que nos salvó del comunismo. Como si no conocieramos de memoria esa cantinela terrorífica que se invocaba tantas veces para justificar lo injustificable. Para exorcizarnos del fantasma del comunismo hubo que resucitar cientos de fantasmas más y provocar el sufrimiento de decenas de miles de compatriotas. Para mejorar la economía hubo que lanzar a la pobreza de millones. Para defender la democracia hubo que realizar un golpe, imponer estado de sito, clausurar el parlamento y proscribir los partidos políticos. Tenían que defendernos de nosotros mismos y por eso tuvieron que matarnos. Ante el silencio de los que debían defender el Estado de Derecho.
Todos debemos enfrentar nuestras responsabilidades. Algunos ya lo hemos hecho. Al menos gran parte de la izquierda. La derecha difícilmente y ya han demorado bastante. Hasta el ejército se ha distanciado de la figura del dictador. Pero los que colaboraron con su régimen y fueron beneficiados por él deben hacer un sicero y público mea culpa. El Poder Judicial que guardó un silencio lamentable también debe responder ante la sociedad por su desidia en aquellos días oscuros. Cuando los recursos de amparo eran declarados inadmisibles por decenas, fueron pocos los valientes que alzaron la voz. Ojalá seamos capaces de apreciar la importancia que este tipo de acciones tuvo en su momento. Destacar el actuar anónimo de tantos chilenos que salvaron vidas por ejemplo a través de la Vicaría de la Solidaridad creada por el Cardenal Silva Henríquez. Esos son los testimonios valientes de aquellos días oscuros que debemos recordar hoy. Más allá de las celebraciones y los funerales lo que vale son las personas. El valor permanente de la dignidad humana que debe reivindicarse hoy para que no vuelva a menospreciarse en el futuro como lo fue en dictadura.
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