El Mercurio, lunes 11 de diciembre 2006
José Zalaquett
El juicio sobre los hombres públicos no reconoce pausa, ni aun ante el duelo de sus familiares, y hoy toca evocar, nuevamente, el legado más oscuro de Augusto Pinochet.
Nombrado comandante en jefe en la hora undécima, él no fue quien fraguó el golpe militar, sino que se sumó, tardíamente, a la conjura que impulsaron José Toribio Merino y Gustavo Leigh. Su trayectoria profesional no había sido destacada. Su habilidad consistía en evitar los riesgos. Por lo mismo, más que conquistar el poder, éste le cayó en las manos por estar en el cargo preciso en el momento crucial.
Pinochet fue presidente de la Junta por un orden de precedencia militar que da primacía al Ejército y por la necesidad de los uniformados de mantenerse unidos. Sin embargo, él sabía que sus colegas no lo consideraban el líder del golpe. Por tanto, necesitaba otro conflicto, del cual él fuera la cabeza indiscutida. Esa nueva "guerra", cruel y clandestina, fue la política de violaciones de los derechos humanos en contra de un adversario vencido, al cual se pintaba como un peligro latente que era preciso exterminar a toda costa. El ideólogo y estratega fue Manuel Contreras.
Pinochet selló con Contreras un pacto fáustico: obtuvo más poder en el presente al precio del oprobio para la posteridad. Más tarde renegó del jefe de la DINA, y éste, luego de cumplir hasta el límite con su propia mal entendida fidelidad, le reprochó su deslealtad.
La acotada inteligencia de Pinochet no le permitía discernir por sí mismo, pero sabía reconocer a los consejeros diestros. A su vez, sus partidarios civiles ensalzaban la figura del general no por su capacidad, sino porque como él estaba a la cabeza del régimen, lo que ellos lograban que él aceptara, se transformaba en política de Estado. Más tarde, conocido el Informe Rettig, vieron que la culpa de Pinochet podía amenazar la continuidad de la "obra". El fusible, entonces, debía ser Contreras. El viejo general, decían sus partidarios civiles, no supo lo que éste hacía.
Nada más irracional que pretender que en un régimen altamente jerarquizado haya subordinados que matan y torturan por miles sin una venia del líder. Aunque se aceptara la tesis absurda de que éste ignoraba de antemano los planes para cometer crímenes, sería incomprensible que luego no hubiera hecho nada para detenerlos. La misma insostenible teoría del "él no supo" se trató de aplicar a asesinatos como el de Tucapel Jiménez, cometidos años después del retiro de Contreras.
Ahora Pinochet ha fallecido sin que la justicia haya dictado un veredicto legal sobre su responsabilidad en materia de derechos humanos, pero el juicio histórico y moral es categórico. Y la conclusión es que éste fue un hombre sin mayores atributos, elevado a una posición de gran poder por razones fortuitas, que abrazó por conveniencia la teoría de que había adversarios irredimibles que era preciso eliminar en secreto, para tratar de no pagar el costo político de la terrible verdad. Su actitud, ajena a toda grandeza de alma, consistió en golpear y esconder la mano, siempre negando, porfiadamente, hasta la muerte.
JOSÉ ZALAQUETT
Abogado, integrante de la Comisión Rettig y de la Mesa de Diálogo. Presidente de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
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